Psicopatía cultural y política criminal en la normopatía líquida

Cultural Psychopathy and Criminal Policy in Liquid Normopathy











|  Eduardo Martínez-Bastida  |

Abogado postulante. Doctor en Ciencias Penales y Política Criminal, con mención honorífica, por el Instituto Nacional de Ciencias Penales. Catedrático del Instituto Nacional de Ciencias Penales y autor de más de diez libros.

Correo electrónico: eduardomartinez@inacipe.gob.mx

orcid: https://orcid.org/0009-0001-4680-0965

Psicopatía cultural y política criminal en la normopatía líquida

Cultural Psychopathy and Criminal Policy in Liquid Normopathy


Eduardo Martínez-Bastida

Instituto Nacional de Ciencias Penales



Revista Mexicana de Ciencias Penales /  Número 27 /  Año 9   septiembre-diciembre 2025

  Paginación de la versión impresa: 101-126

Psicopatía: biología y cultura

  Recepción: 09/05/2025

  Aceptación: 20/08/2025

  DOI: https://doi.org/10.57042/rmcp.v9i27.931

e-ISSN: 2954-4963

creative  Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución 4.0.

Resumen

Este artículo examina el vínculo entre psicopatía, cultura y política criminal, partiendo de la hipótesis de que la psicopatía cultural no constituye únicamente una anomalía clínica, sino una figura crítica que permite describir una subjetividad funcional para la normopatía líquida. Se revisan los aportes de Bauman, Han, Foucault, Zaffaroni, Žižek y Lacan para explorar cómo la disolución del lazo simbólico, la caída del gran Otro y la imposición de regímenes de positividad dan lugar a un sujeto adaptado al goce, al rendimiento y a la exclusión. Se conjetura que esta psicopatización cultural impacta directamente en la política criminal, al configurar sujetos sacrificables desde la racionalidad penal contemporánea.

Palabras clave

Psicopatía cultural, normopatía líquida, biopolítica punitiva, gran Otro, política criminal contemporánea.


Abstract

This article examines the relationship between psychopathy, culture, and criminal policy, based on the hypothesis that cultural psychopathy is not only a clinical anomaly but rather a critical figure that describes a form of subjectivity functional to liquid normopathy. The contributions of Bauman, Han, Foucault, Zaffaroni, Žižek, and Lacan are reviewed to explore how the dissolution of the symbolic bond, the fall of the big Other, and the imposition of regimes of positivity give rise to a subject adapted to enjoyment, performance, and exclusion. It is argued that this cultural psychopathy directly influences criminal policy by configuring expendable subjects through contemporary penal rationality.

Keywords

Cultural psychopathy, liquid normopathy, punitive biopolitics, big Other, contemporary criminal policy.


Sumario

I. Enfoque teórico-metodológico. II. Psicopatía, normopatía y biopolítica: articulaciones críticas. III. Psicopatía cultural y normopatía líquida. IV. La caída del gran Otro y la simulación de la ley. V. Implicaciones para la política criminal. VI. El discurso del amo y la pena como estructura simbólica. VII. El discurso universitario: tecnificación simbólica y política de la obediencia. VIII. Psicopolítica penal y goce normalizado IX. Política criminal híbrida: régimen de saber, de metáforas y de metonimias X. Conjeturas finales. XI. Referencias.


I. Enfoque teórico-metodológico


Este artículo adopta un enfoque cualitativo, crítico y teórico-interpretativo, apoyado en el análisis documental y la hermenéutica filosófica. La metodología utilizada no parte de hipótesis empíricas verificables, sino de una construcción conceptual apoyada en fuentes primarias filosóficas, psicoanalíticas y sociológicas, que permiten interpretar la psicopatía cultural como síntoma estructural de un régimen normopático y biopolítico. Desde la perspectiva del pensamiento crítico contemporáneo, se recurre a autores como Michel Foucault, Jacques Lacan, Byung-Chul Han, Zygmunt Bauman, Eugenio Raúl Zaffaroni y Slavoj Žižek y se articulan sus categorías clave para comprender la transformación de los dispositivos penales, simbólicos y culturales.


II. Psicopatía, normopatía y biopolítica: articulaciones críticas


En lugar de concebir la psicopatía, la normopatía y la biopolítica como categorías independientes o compartimentos estancos del análisis clínico, psicológico o sociopolítico, es preciso comprenderlas como expresiones entrelazadas de una misma racionalidad de gobierno: una gubernamentalidad contemporánea que actúa sobre los cuerpos, las emociones y los vínculos, mediante dispositivos simbólicos, afectivos y jurídicos profundamente integrados. Estas tres figuras, en su convergencia, constituyen un régimen de producción subjetiva que disuelve el registro simbólico, precariza el deseo y convierte al derecho penal en una tecnología de gestión de lo viviente, más orientada a clasificar y excluir que a reinsertar o reparar.

Ahora, es importante aclarar que el concepto de psicopatía cultural no debe confundirse con el diagnóstico clínico de trastorno antisocial de la personalidad ni con categorías nosológicas propias de la psiquiatría. En este trabajo, dicho término se emplea como un significante crítico que permite pensar una forma de subjetividad adaptada al rendimiento, a la frialdad estratégica y a la desvinculación afectiva que exige el orden neoliberal. No todas las personas con rasgos psicopáticos cumplen criterios clínicos, y tampoco se afirma aquí que toda conducta violenta o antisocial responda a una psicopatía. La propuesta no pretende extender el diagnóstico psiquiátrico a nivel social, sino visibilizar el modo en que ciertos rasgos previamente considerados como disfuncionales hoy son funcionales para un sistema que premia la insensibilidad como virtud adaptativa.

Esta precisión es clave para comprender que la tilde aquí no radica en describir cuadros clínicos, sino en problematizar un tipo de subjetividad modelada por dispositivos culturales, jurídicos y económicos que han estetizado la frialdad y normalizado la desvinculación afectiva.

Desde la lectura anterior, la psicopatía cultural no puede ser reducida a una desviación clínica o a un trastorno individual. En el marco del neoliberalismo tardío, se configura como una forma adaptativa de subjetividad funcional al rendimiento, a la lógica del mercado y a la autoexplotación emocional. Es un sujeto desvinculado del otro, que opera desde el cálculo y no desde el deseo, que simula afectos en lugar de sostener un conflicto, que instrumentaliza los vínculos como recursos para su éxito performativo. No hay transgresión, porque no hay ley interiorizada: solo simulación, eficacia y estrategia.

La normopatía líquida, por su parte, representa una patología de la normalidad instituida. El sujeto normópata se integra plenamente en el orden simbólico vacío, en la legalidad sin sentido, en el procedimiento sin subjetivación. Es aquel que cumple con las reglas sin preguntar por su fundamento, que repite protocolos sin generar significado, que se adapta a la exigencia de positividad constante sin cuestionar la violencia simbólica que esta conlleva. En su obediencia técnica, el sujeto normópata deviene operador perfecto del sistema: funcional, silencioso y políticamente neutro.

Ambas figuras —la del psicópata adaptado y la del normópata obediente— son sostenidas por una biopolítica punitiva que ha dejado de situar al castigo como mecanismo de excepción, para volverse una economía de la gestión regular del sufrimiento y la exclusión. Esta biopolítica reconfigura el delito como riesgo y al sujeto como dato, evaluado, clasificado y jerarquizado por algoritmos simbólicos de peligrosidad, reincidencia o inutilidad social. En este contexto, la pena no castiga la culpa, sino que traduce al sujeto en un índice de riesgo; se convierte en una métrica simbólica que alimenta la gramática del control.

Lo que se configura aquí es una triangulación estructural entre poder, goce y saber, en la que el castigo deja de ser una respuesta al acto transgresor para volverse una ejecución automatizada de la racionalidad técnico-política del sistema. Ya no se castiga para corregir, ni siquiera para disuadir: se castiga para sostener el algoritmo del orden, para reproducir la diferencia entre lo normativo y lo desechable. Así, el derecho penal contemporáneo no actúa como mediación simbólica entre sujeto, ley y comunidad, sino como dispositivo de administración diferencial de vidas, que no pretende prevenir ni reparar, sino más bien clasificar, ordenar y descartar aquellas existencias que no responden a la forma deseada de la subjetividad neoliberal.

En consecuencia, en este trabajo, la psicopatía cultural debe entenderse no como desviación individual, sino como una racionalidad adaptativa promovida por el neoliberalismo. Lejos de operar como categoría diagnóstica, este concepto permite desentrañar una estructura de subjetivación que privilegia la insensibilidad, la simulación estratégica y la eliminación del conflicto interno como herramientas funcionales a un sistema que convierte el goce en mandato y la exclusión en norma. Así, se visibiliza una forma de existencia que no solo deja de ser disfuncional, sino que se convierte en modelo exitoso de comportamiento: el sujeto sin deseo, sin culpa, sin vínculo.


III. Psicopatía cultural y normopatía líquida


En el marco de la modernidad líquida (Bauman, 2004), los vínculos sociales y las estructuras simbólicas que anteriormente ofrecían estabilidad identitaria y normatividad compartida se han disuelto en favor de relaciones efímeras, funcionales y adaptativas, dominadas por la lógica del consumo, la flexibilidad y la constante reformulación del yo.

Esta transformación cultural no es meramente una cuestión de estilos de vida, sino una mutación profunda en la ontología del sujeto contemporáneo, cuyas formas de subjetivación se construyen sobre la volatilidad emocional, la precariedad vincular y la presión permanente de autovaloración.

En este contexto, la psicopatía deja de ser una anomalía clínica o un desvío patológico, para convertirse en una configuración subjetiva funcional para el orden neoliberal. Lejos de representar una ruptura con la norma, el psicópata cultural encarna su culminación: insensible al otro como alteridad, desprovisto de conflicto ético, centrado en la optimización de su rendimiento y en la maximización de su utilidad simbólica. Es un sujeto que no siente culpa, porque no hay ley que le inscriba un límite; que no desea, porque el deseo ha sido reemplazado por el cálculo; que no transgrede, porque ya no hay un Otro al cual confrontar. No requiere violencia visible, porque ha aprendido a excluir al otro sin ruido, sin culpa, sin drama. Es la subjetividad que goza desde la distancia, que instrumentaliza todo lazo, que sustituye el deseo por la estrategia y el conflicto por la imagen.

En la gramática de la psicopolítica (Han, 2017), el sujeto contemporáneo ya no necesita ser dominado desde fuera: interioriza la dominación como libertad, y ejecuta sobre sí mismo las formas más sutiles de vigilancia, control y productividad emocional. Es, al mismo tiempo, explotador y explotado, vigilante y vigilado, juez y condenado. Este sujeto se convierte en trabajador emocional de sí mismo, en gestor afectivo de su propia imagen, en emprendedor de su interioridad, permanentemente dispuesto a capitalizar su vulnerabilidad, a optimizar sus vínculos y a rentabilizar su sufrimiento como discurso de superación.

En su figura más extrema, este sujeto deviene en homo sacer de sí mismo: vida expuesta a la gestión sin protección simbólica, sacrificable pero no matable, útil pero desechable, inscripto en una legalidad sin ley. No necesita enemigos externos, porque ha interiorizado al Otro punitivo como parte de su subjetividad. En lugar de desafiar al sistema, se ofrece como su soporte ideal, garantizando la reproducción de la violencia estructural bajo la forma de libertad afectiva y eficiencia emocional.

En el trasfondo de esta psicopatía funcional también se perfila el rostro agotado del sujeto neoliberal: un sujeto cansado, no porque esté oprimido, sino porque ha sido seducido por la positividad del rendimiento. Tal como lo describe Byung-Chul Han (2017), este sujeto se agota en su afán de autorrealización, de visibilidad, de productividad emocional. En el contexto penal, el sujeto cansado no necesariamente es peligroso ni infractor, pero su fracaso emocional para sostener la autoexplotación esperada lo vuelve vigilable, prescindible, desechable. Así, el sistema penal no solo excluye al que transgrede, sino también al que se fatiga. La fatiga, en este marco, es leída como resistencia pasiva, como defecto simbólico, y puede ser penalizada desde la lógica de la forclusión.

Esta penalización de la fatiga revela cómo el ideal de positividad ha colonizado el campo normativo, desplazando el conflicto y la diferencia mediante la exigencia constante de adaptación. En este sentido, la normopatía líquida no se limita a una obediencia técnica, sino que impone una forma de existencia sin disidencia subjetiva, en la que el cansancio se convierte en signo de inadecuación simbólica. Desde ahí, resulta necesario repensar la ambivalencia del concepto: ¿es la normopatía una forma de inclusión plural o un dispositivo de neutralización política?

Si bien este trabajo adopta una lectura crítica de la normopatía líquida como forma de adaptación que elimina la disidencia subjetiva, es pertinente reconocer que algunas perspectivas contemporáneas consideran la flexibilización normativa como un rasgo positivo, especialmente en contextos de pluralismo cultural, diversidad sexual y emancipación individual. Sin embargo, lo que aquí se problematiza no es la transformación de las normas en sí, sino su vinculación con una racionalidad de control que sustituye la libertad por eficiencia y la diferencia por desecho.


IV. La caída del gran Otro y la simulación de la ley


Desde la teoría lacaniana, el gran Otro representa el registro simbólico que da coherencia a la ley y al deseo (Lacan, 1981). Su caída en la modernidad líquida implica la deslegitimación de la ley como mediación deseante, transformándola en pura operación técnica o regulación exterior. En este vacío simbólico, el sujeto psicopatizado no transgrede la ley, sino que la instrumentaliza. La legalidad se vuelve performativa y se vacía de contenido ético.

Según Slavoj Žižek, la ideología no opera como un velo que oculta la verdad, sino como una fantasía estructurante que permite sostener el orden simbólico. En este sentido, la legalidad simulada del antiderecho funciona como una coreografía ideológica: no oculta la violencia, sino que la legitima como forma técnica, racional y neutral. La ideología penal no dice “no hay violencia”, sino “la violencia es legítima, necesaria, profesional”. Así, el operador jurídico puede sostenerse en la fórmula cínica: “Sé muy bien lo que hago, pero aun así lo hago”. Este cinismo estructural convierte la ley en fetiche: el jurista sabe que el castigo es ineficaz, pero actúa como si creyera en su valor redentor.

Esta pérdida del lazo simbólico y de la legitimidad sustantiva de la ley abre paso al fenómeno del antiderecho: el uso formal del discurso jurídico para justificar la violación de derechos humanos, la expansión del castigo o la exclusión estructural de sujetos barrados. El antiderecho es una forma psicótica del poder punitivo que simula legalidad para producir violencia estructural, desplazando la justicia por la ejecución técnica del castigo. La ley ya no representa un límite simbólico, sino un significante vacío instrumentalizado por la racionalidad del goce punitivo.


V. Implicaciones para la política criminal


La política criminal, entendida clásicamente como un dispositivo racional de contención y control del delito dentro de un marco normativo, ha sido desbordada por una transformación más profunda y estructural: la irrupción de una subjetividad psicopatizada que redefine tanto al sujeto punible como a los operadores del sistema. En este nuevo marco, el castigo ya no se dirige a restablecer un orden simbólico fracturado, sino que opera como mecanismo de eliminación de aquello que no encaja en la narrativa productiva del sistema.

En algunos estudios se ha sugerido que una proporción significativa de personas privadas de libertad exhiben rasgos psicopáticos. No obstante, es importante abordar estos datos con cautela, pues los criterios y diagnósticos de psicopatía son clínicamente rigurosos y su generalización a partir de perfiles conductuales puede derivar en estigmatización y reduccionismo social. Este artículo no sostiene que la población penitenciaria sea homogénea ni inherentemente psicopática, sino que advierte sobre los efectos institucionales de un sistema penal que opera sobre estigmas preconfigurados y afectos psicopolitizados.

Lo relevante, entonces, no es si los sujetos privados de libertad cumplen o no criterios clínicos, sino cómo el sistema penal los construye simbólicamente como desechables. Más allá del diagnóstico, lo que importa es la función que estos cuerpos cumplen en la economía del castigo: son investidos con significantes de amenaza, inutilidad o desviación, y se convierten así en blancos legítimos de una violencia performativa que administra diferencias, no justicia.

No se castiga para sancionar una transgresión al vínculo social, sino para gestionar existencias simbólicamente fallidas, sujetos que desbordan las coordenadas de la utilidad, la eficiencia o la emocionalidad políticamente correcta. Como ha indicado Eugenio Zaffaroni (2011), estos nuevos destinatarios del castigo no son peligrosos por lo que hacen, sino por lo que representan en el imaginario de la normalidad normativa: el desvío, el residuo, la falla.

A este sujeto, que no califica ni como amenaza ni como redimible, podríamos nombrarlo —siguiendo una resignificación foucaultiana y lacaniana— como el nemo barrado: aquel que no es nadie y está estructuralmente fuera de la ley simbólica. Este nemo barrado es el sujeto sin inscripción en el contrato social, sin nombre en el discurso hegemónico, y que solo puede ser tratado como exceso, anomalía o residuo. Es el sujeto que no puede interpelar ni ser interpelado, y cuya gestión ya no requiere justificación política, solo administración técnica. En él recae la parte más cruda de la política criminal psicótica: no se busca reinsertarlo, sino reconfigurarlo como cifra prescindible en el sistema penal algorítmico.

En este contexto, lo que emerge no es solo una política criminal instrumental o autoritaria, sino una verdadera política criminal psicótica: una política que actúa sin mediación simbólica, sin inscripción del límite, sin ley interiorizada. Es una política que no reconoce al otro como sujeto, sino como resto, como cifra, como excedente por neutralizar. La violencia que despliega esta política no es la del castigo ejemplarizante, sino la de la administración burocrática del sufrimiento; no es la de la justicia, sino la de la desubjetivación por vía de la norma.

Esta política psicótica no busca narrar un conflicto ni restaurar un orden común; solo desea sostener el funcionamiento del aparato. No necesita fundamentos éticos ni coherencia normativa, porque su única verdad es su operatividad. En lugar de interpelar al sujeto, lo clasifica. En vez de simbolizar el delito, lo indexa. Y lo más grave: no requiere justificación, porque se ampara en una racionalidad psicopática que ha desplazado toda pregunta por el sentido del castigo. En ese marco, la política criminal se ha convertido en un acto compulsivo del sistema que castiga porque puede, no porque deba.


VI. El discurso del amo y la pena como estructura simbólica


Acorde con Jacques Lacan, el discurso del amo constituye la matriz estructural en la que el significante amo (S1) impone su mandato simbólico como origen de sentido, sin necesidad de justificación última. En el campo penal, ese significante amo se encarna en la pena, la ley o la figura soberana del castigo, cuya autoridad no deriva de la razón, sino de su pura posición estructural: se castiga porque hay que castigar, porque hay una transgresión tipificada, porque el sistema así lo requiere. El saber (S2), representado por las ciencias jurídicas, criminológicas y forenses, no cuestiona el S1, sino que lo secunda y lo sostiene, produciendo un discurso técnico que racionaliza retrospectivamente lo que ya está decidido desde la estructura: que el sujeto debe ser castigado.

En esta arquitectura simbólica, el sujeto comparece ante el sistema no como persona deseante, conflictiva y singular, sino como infractor tipificado, como categoría penal abstracta, como soporte de una imputación normativa. Es el sujeto dividido ($), borrado en su subjetividad, reducido a expediente. No importa su historia, su contexto o su deseo; lo que importa es la correspondencia con el tipo penal, con la figura que permite activar el aparato sancionador.

Pero lo más inquietante del discurso del amo es que no opera solo por obediencia simbólica, sino por goce. Aquí emerge el objeto a, el plus-de-goce, ese residuo irreductible que justifica el castigo más allá de su utilidad o su proporcionalidad. Este goce no es solo institucional, sino culturalmente codificado, y encuentra su expresión más visible en el fenómeno de la psicopatía cultural: una subjetividad colectiva insensible al dolor del otro, acostumbrada a la violencia ritualizada del castigo, incluso demandante de más sufrimiento en nombre del orden.

En la cultura psicopatizada, el castigo ya no se representa como un acto del fantasma de la justicia, sino como una escena de goce estructurado, una performance social donde el sufrimiento del otro deviene espectáculo, pedagogía o escarmiento. El sujeto psicopatizado no desea justicia; desea eficacia, control, eliminación del exceso. No le importa si el castigo tiene sentido, sino que ocurra. Y esta lógica encaja perfectamente en el discurso del amo, donde la ley se impone sin necesidad de verdad, y el saber se organiza para que esa imposición parezca legítima.

Esta estructura también permite repensar al gran Otro penal no solo como garante simbólico de la legalidad, sino como administrador del deseo institucional. El castigo no es solo la respuesta a una norma violada, sino la manera en que el Otro judicial organiza su goce, su necesidad de ver funcionar el aparato, de sostener la escena punitiva sin interrupciones. El gran Otro penal no demanda justicia, sino coherencia escénica, cumplimiento ritual, escarmiento eficaz. En ese sentido, el castigo funciona como el significante que garantiza la estabilidad del deseo del sistema, aun cuando dicho deseo sea vacío o contradictorio. Lo que se defiende no es la ley, sino su puesta en acto.

Así, el sistema penal no solo reproduce una racionalidad punitiva, sino que encarna el deseo psicopatizado de un Otro que goza con el castigo. Un Otro que no busca restaurar el vínculo, sino sustentar el orden. Un Otro que no responde por el sufrimiento que causa, sino que lo administra como residuo necesario. En este marco, el derecho penal no solo castiga: goza castigando, y ese goce es estructural, colectivo y profundamente cultural.


VII. El discurso universitario: tecnificación simbólica y política de la obediencia


El discurso universitario es aquel que sitúa al saber en la posición de agente y que reproduce su lógica como saber funcional, desprovisto de conflicto o deseo. En el ámbito penal, este discurso se materializa en la figura del jurista normópata, cuyo ejercicio del derecho se sustenta en la repetición técnica, la aplicación mecánica de normas y la exclusión deliberada de toda interrogación ética. Como señala Žižek, la ideología contemporánea no necesita convencer al sujeto de una verdad: le basta con que actúe como si creyera en ella.

En este sentido, el jurista normópata no necesita creer en la legitimidad del castigo, ni en su utilidad, ni en su justicia. Le basta con proceder técnicamente, como si tales presupuestos estuvieran garantizados. Esta lógica de la obediencia simbólica produce una tecnificación del campo jurídico, en la que el saber se convierte en instrumento de legitimación operativa, no de verdad. La ideología no opera aquí como un velo, sino como una maquinaria repetitiva que naturaliza la violencia estructural del castigo bajo el ropaje de la racionalidad técnica.

El goce punitivo, en este marco, no desaparece, sino que se reconfigura en clave institucional: permanece oculto, pero estructuralmente operativo. La decisión de castigar no se justifica por su eficacia o por su justicia, sino por su necesidad estructural de sostener el dispositivo simbólico del derecho. Se castiga porque el procedimiento así lo exige, porque la forma procesal lo habilita, porque el lenguaje de la ley lo permite. El discurso universitario penal es, en última instancia, una política de la obediencia normopática, en la que se sacrifica la interrogación crítica en nombre del saber técnico, y donde el derecho se convierte en un ritual de exclusión bajo apariencia científica.


VIII. Psicopolítica penal y goce normalizado


En el régimen contemporáneo de control penal, el castigo ya no necesita imponerse a través de la violencia visible o de la amenaza explícita. La psicopolítica, como plantea Han (2016), actúa a través de la autoexplotación afectiva, de la interiorización del mandato, y de la transformación del castigo en una forma de gestión emocional. En este escenario, el derecho penal opera no solo como sanción, sino como tecnología de subjetivación, que produce sujetos adaptables, positivos, obedientes y emocionalmente resignificados.

La psicopolítica penal se manifiesta en múltiples niveles: en el operador judicial que se agota en la técnica sin cuestionar la ética del castigo; en el jurista que encuentra en el encierro una solución de reinserción social; en el sujeto penal que asume la prisión como etapa de reinvención personal, como si el encierro fuera una pedagogía afectiva. Este es el reverso ideológico del derecho penal líquido: ya no se castiga con látigos ni garrotes, sino con psicólogos, talleres y hojas de cálculo. El encierro se transforma en proyecto de vida controlado, en redención simbólica cuantificable.

Así, el castigo se vuelve parte de la administración emocional del sujeto. No es necesario que el derecho imponga, basta con que seduzca. La pena se representa como oportunidad, la prisión como “espacio de reinserción”, el proceso como “camino de crecimiento”. Este relato oculta el núcleo estructural del goce punitivo: su función de eliminación, de desubjetivación, de encuadramiento normativo. La psicopolítica penal transforma el castigo en un algoritmo emocional, donde la violencia no desaparece, sino que se vuelve afectivamente eficiente y discursivamente amable.


IX. Política criminal híbrida: régimen de saber, de metáforas y de metonimias


La política criminal contemporánea no responde a una lógica unificada ni a un paradigma cerrado. Su fuerza está precisamente en su capacidad de mutar, de mezclar registros, de operar con dispositivos múltiples sin necesidad de coherencia doctrinal. Es una política híbrida, en la que coexisten elementos del derecho penal del enemigo, del garantismo simbólico, de la psicopolítica neoliberal, del populismo penal mediático y de la biopolítica del riesgo. Esta hibridez no es un error: es su mecanismo de eficacia ideológica.

Recordemos que Žižek ha señalado que la ideología no necesita consistencia interna, sino capacidad de sostener el deseo del Otro. En esta política criminal, la pena se desplaza como significante flotante, metonímicamente: nunca es suficiente, nunca soluciona, pero siempre es necesaria. El castigo ya no tiene una función única, sino múltiples máscaras: a veces, de disuasión; a veces, de prevención; a veces, de venganza; a veces, de moralización. Esta versatilidad funcional permite que el sistema nunca confronte su inconsistencia, porque siempre hay una nueva razón para castigar.

Lo que esta política híbrida sostiene no es la ley, sino la escena del castigo como rito sacrificial simbólico. La ideología punitiva no pretende convencer, solo necesita funcionar como estructura ritual: producir carpetas, autos, sentencias y encierros. La política criminal ya no responde a un deber ser ético, sino a una gramática performativa que reproduce el goce del Otro institucional. Es una política de la repetición simbólica: castigar para no pensar, excluir para no escuchar, encerrar para no asumir. Un régimen que administra metáforas (la justicia), pero ejecuta metonimias (residuos humanos).


X. Conjeturas finales


La psicopatía cultural no debe entenderse como una desviación marginal ni como una patología clínica aislada, sino como un síntoma estructural de una sociedad que ha perdido el lazo simbólico. En el marco de la sociedad del rendimiento (Han, 2017), donde se impone la exigencia de productividad emocional, éxito personal y disponibilidad afectiva constante, la frialdad, la indiferencia empática, la manipulación estratégica y la supresión del conflicto se convierten en formas funcionales de subjetividad. No se trata de sujetos que infringen la norma, sino de sujetos que ya no necesitan del Otro simbólico para estructurar su deseo.

Esta forma de subjetividad psicopatizada no conoce la culpa porque no ha sido interpelada por una ley interiorizada. No reprime, no niega, no sublima: simplemente calcula, simula y se autoexplota, como si el dolor ajeno fuera irrelevante y el goce ajeno, un obstáculo. Es el reverso exacto del sujeto barrado lacaniano: no dividido por el deseo, sino alineado con la lógica del rendimiento, sin escisión, sin conflicto, sin ética. Esta psicopatía adaptativa, lejos de ser clínicamente disfuncional, es la subjetividad ideal del neoliberalismo: eficaz, insensible y positivamente obediente.

En este escenario, el sistema penal deja de ser una instancia de integración normativa o de reconciliación simbólica. Su función ya no es inscribir la transgresión en el tejido social, sino expulsar al sujeto que fracasa en representar la emocionalidad deseada por el sistema. El castigo no apunta ya al criminal como transgresor, sino al inútil simbólico, al que no logra encajar en la coreografía afectiva de la positividad institucional: aquel que no rinde, que molesta, que interrumpe la narrativa de eficiencia, de resiliencia o de redención.

Así, la política criminal deviene una gramática de la exclusión administrada, un dispositivo que no combate el crimen, sino que organiza el fracaso estructural del vínculo social como si fuera un error individual. No hay restauración, ni reconciliación, ni comunidad; hay gestión de residuos humanos, ocultos bajo la forma legal. El castigo se naturaliza, la exclusión se racionaliza y la ley se vacía de alteridad. En este marco, la política criminal no solo está en crisis: es el síntoma de una cultura que ha renunciado a desear otra cosa.

Por tanto, si la psicopatía cultural ha devenido forma estructural de subjetividad penal, cabe preguntarse si es posible pensar en una política criminal más allá del paradigma del todo normativo, del goce administrado y del castigo automático. Tal vez sea necesario imaginar una política criminal del no-todo, que reconozca la imposibilidad estructural del sistema para integrar todas las formas de vida, que acepte el conflicto, la falla y el deseo como dimensiones irreductibles. Una política criminal que no se funde en el ideal de la eficiencia punitiva, sino en la ética del límite, del no saber, del cuidado simbólico. En esa grieta, aún inhabitable, tal vez pueda surgir el fantasma de la justicia que no desee castigar, sino sostener la falta sin aniquilar al sujeto.


XI. Referencias


Bauman, Zygmunt (2004). Modernidad líquida. México: Fondo de Cultura Económica.

Foucault, Michel (2008). El nacimiento de la biopolítica. México: Fondo de Cultura Económica.

Han, Byung-Chul (2017). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Han, Byung-Chul (2016). Psicopolítica: Neoliberalismo y las nuevas técnicas de poder. Barcelona: Herder.

Lacan, Jacques (1981). El seminario. Libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Barcelona: Paidós.

Zaffaroni, Eugenio Raúl (2011). La palabra de los muertos: Conferencias de criminología cautelar. Buenos Aires: Ediar.

Žižek, Slavoj (2018). El sublime objeto de la ideología. Buenos Aires: Siglo xxi.