Dilemas y posibilidades de la justicia transicional en América Latina. Dos experiencias comparadas: Perú y México Francisco Javier Ramírez Treviño * * Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco |
PALABRAS CLAVE |
KEYWORDS |
Historia reciente Memoria social América Latina Justicia transicional Derechos humanos |
• Recent history • Social memory • Latin America • Transitional justice • Human rights |
• Revista Mexicana de Ciencias Penales número 16 enero-abril 2022 • Paginación de la versión impresa: 51-72 • Página web: Justicia transicional • e-ISSN: 2954-4963 • Fecha de recepción: 1 de agosto 2021 • Fecha de aceptación: 14 de diciembre 2021 • https://doi.org/10.57042/rmcp.v5i16.461 Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución 4.0. |
Resumen. La historia reciente traumática de América Latina debe ser encarada desde diversos ámbitos y perspectivas. Al esclarecimiento de los crímenes perpetrados debe integrarse la obligación de dar cauce jurídico a las violaciones a los derechos humanos cometidas por los actores de la violencia política. Es indispensable que se cree en la cultura política de cada país un consenso en torno a que los hechos ocurridos solo podrán ser conjurados en el futuro en la medida en que exista una conciencia clara sobre estos amparada en el hecho de que las responsabilidades históricas, legales y morales de la violencia sean claramente conocidas y juzgadas. Este texto plantea de forma general el estado de la justicia transicional en América Latina, enfocándose en los casos peruano y mexicano.
Abstract. Latin America’s recent traumatic history must be addressed from various quarters and perspectives. The obligation to provide a legal channel for human rights violations committed by the actors of political violence must be integrated into the clarification of the crimes perpetrated. It is essential that a consensus be created in the political culture of each country that events that have occurred can only be averted in the future if there is a clear awareness of them, protected by the fact that the historical, legal and moral responsibilities of violence are clearly known and judged. This text is a general approach to the state of transitional justice in Latin America emphasizing two specific cases, the Peruvian and the Mexican.
Sumario:
I. A modo de introducción: historia reciente traumática. II. Justicia… ¿transicional o aspiracional? III. La Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú; A. Los inicios; B. Los trabajos; C. El informe. IV. La Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado de México (femospp); A. Los inicios; B. Los trabajos; C. El informe; D. La extinción. V. Historia, trauma, memoria y justicia: algunas conclusiones. VI. Fuentes de consulta; A. Bibliografía recomendada
I. A modo de introducción: historia reciente traumática
En opinión de las historiadoras argentinas Marina Franco y Florencia Levín (2007), la historia reciente es “un campo en construcción”. Y, a partir de lo anterior, esta debe ser un terreno propicio para varias problematizaciones de índole conceptual y teórico-metodológica, así como en relación con sus objetos de estudio, límites temporales e implicaciones analíticas, reflexivas y éticas. Es decir, en tanto la historia reciente está en buena medida haciéndose a sí misma de modo paralelo a la definición y proyección de sus intereses y posibilidades, es necesario determinar el instrumental que habrá de utilizar, o incluso inventar, para sus operaciones y abordajes; construir los caminos y los miradores por los que habrá, en cada caso, de transitar y observar críticamente sus realizaciones; determinar, así sea de modo parcial o incipiente, los objetivos necesariamente transdisciplinarios que deben darle sustento argumentativo; establecer sus objetivos epistemológicos, aún a sabiendas de lo potencialmente inestable y conflictivo de los procesos que estudia; y, finalmente, por supuesto, apostar por la validez y la trascendencia en los ámbitos de lo social, lo político y lo cultural.
Pero quizás el mayor de los desafíos relacionados con el acercamiento a la historia reciente es el de la implicación cercana con los acontecimientos que la constituyen; una implicación que podríamos caracterizar como vivencial, experiencial, atravesada innegablemente por emociones, sentimientos y pasiones. Esta insalvable condición puede ser riesgosa desde ciertos puntos de vista, pues podría “contaminar” la labor historiadora:
La preocupación anterior tiene un asidero real. Las pasiones y las incomodidades que generan ciertos acontecimientos históricos, muy relevantemente los que tienen que ver con pasados inmediatos de carácter traumático, ciertamente influyen de manera poderosa en los temas de investigación y la manera de abordarlos […] Entonces, el tema de la investigación se vuelve incómodo porque acaso los victimarios viven y temen que la justicia los alcance. Porque para estos perpetradores no solamente la justicia es temida, sino también la memoria y la verdad. Pero memoria y verdad no solamente persiguen a los perpetradores, sino también a la sociedad en su conjunto. (Figueroa y Carrera, 2010: 15-16)
Por otro lado, la historia reciente debe ser objeto de una obligada discusión en torno a las implicaciones de la experiencia en su construcción y proyección. En otras palabras, debe existir un debate relacionado con los elementos que conforman una parte definitiva de su quehacer y su composición como parte de un ejercicio representacional y discursivo con pretensión de verdad o, por lo menos, de verosimilitud: el uso de los testimonios y la producción de las memorias particulares, de la experiencia subjetiva condensada en ellos, de los recursos ajenos a la comprobación fehaciente del llamado “dato duro” de la investigación histórica.
La problemática referida no es menor en modo alguno. Acostumbrados largamente a una práctica positivista de la historia, anclada en una loable pretensión de cientificidad, a su vez enraizada en el manejo de las fuentes escritas, en el contexto del abordaje de la historia reciente puede darse un paradójico sobredimensionamiento de los testimonios de participantes y testigos directos. El hecho de haber presenciado, o incluso protagonizado, un acontecimiento concreto no puede entenderse como una condición de verdad absoluta e irrebatible. En tal sentido, el manejo de las fuentes y recursos provenientes de la historia oral debe pasar por el mismo proceso de selección, ponderación y validación al que se someten las fuentes bibliográficas o hemerográficas. Si bien en muchos casos nuestros acercamientos a la historia reciente se encuentran condicionados por factores subjetivos, experienciales, emotivos, estos no pueden hacernos ceder ante la obligación de llevar a cabo una cuidadosa investigación. Y en el caso que nos ocupa, el de la historia más reciente de carácter traumático, la escrupulosidad y la prudencia en la investigación difícilmente podrán confundirse con la distancia indiferente y aséptica en relación con los eventos y procesos estudiados. Sin duda, en el campo de la historia reciente tal vez la consabida pretensión de objetividad bien puede enmascarar una intención de no involucramiento con las disyuntivas conflictivas que, como sujetos sociales e históricos, nos interpelan de modo reiterado: acaso la historia reciente, más aún la de condición traumática, nos conmina a interesarnos en ella porque estamos, de antemano, sumergidos en ella.
En el caso específico de la historia contemporánea de América Latina, marcada reiterada y profundamente por la violencia política, el estudio de su pasado más reciente tiene una doble articulación indisociable en la mayor parte de los casos: por un lado, la condición traumática de las historias y, por otro, las memorias en conflicto en torno a la misma en prácticamente todos los países de la región. ¿Cómo es posible abordar, desde un presente concreto, condicionado también por la violencia —especialmente en el caso de México—, un pasado todavía muy reciente perturbado, de igual modo, por la violencia? ¿Cómo enlazar ambos y establecer una línea de sentido, que, desde el presente, pueda unir pasado, presente y futuro? ¿Cómo no hacer del futuro una proyección temerosa e incierta de un presente apabullante y apabullado por la violencia en sus diferentes y ominosas expresiones?
Situados, pues, en un presente incierto, nos acercamos con azoro a un pasado que percibimos incómodamente presente, intentando desbrozar la maraña de acontecimientos, personajes, procesos y versiones que nos permiten conocer sobre los hechos más recientes de la región tanto las historias oficiales con pretensiones hegemónicas como las memorias subalternas que cuestionan, justamente, esa intención dominante que conlleva minimizar, soslayar, silenciar y olvidar a los actores y eventos que han constituido partes medulares de las décadas más recientes en la región. En tal sentido, la historia reciente traumática de América Latina, en particular la de sus conflictos internos, es una historia que se presenta con grandes disyuntivas teóricas y metodológicas, documentales y argumentales, y también con enormes dilemas políticos y éticos relacionados con la representación de periodos marcados por una vorágine de abusos y crímenes. Es una historia todavía en conflictiva construcción y reconstrucción: un territorio de batallas simbólicas por la historia, la memoria, la identidad, y también por la verdad y la justicia. Es una historia que debe ser continuamente reinterpretada y, sobre todo, interpelada.
II. Justicia… ¿transicional o aspiracional?
En el caso de la historia reciente de América Latina, es necesario, dada la condición traumática de buena parte de esta, realizar un ejercicio reflexivo que, partiendo la realidad política verificable, nos dé referentes para comprender cómo se han llevado a cabo, con todas sus complejidades intrínsecas, las llamadas transiciones a la democracia: ¿cuáles han sido sus orígenes, expectativas, avatares, resoluciones e interpelaciones? Con este objetivo sería necesario que nos planteáramos, sin desconocer la especificidad de cada caso nacional, el abordaje de las diversas maneras en que en la región se han gestado y expresado, o no, cambios en los sistemas políticos y las culturas políticas particulares: ¿se han hecho posibles modificaciones, justamente, en los sistemas y las culturas de autoritarismo y resistencia? ¿Se ha llegado —y en qué medida— al consenso y la normalización de la vida política? ¿En qué casos se ha encaminado el planteamiento y la expresión de una verdadera justicia transicional después de un periodo convulso?
La gestación de procesos de largo plazo, proyectos respaldados institucionalmente y coyunturas propicias para el reconocimiento y el abordaje de la violencia política se presenta como una situación ideal, aunque difícilmente alcanzable en la realidad, para crear las condiciones para el tan complejo como necesario procesamiento social, político y cultural de la historia reciente traumática y sus trágicas consecuencias. En esa medida:
Mientras se desarrolla la jurisdicción internacional [en el ámbito de la defensa de los derechos humanos] se fortalecen también los movimientos que reclaman no dejar impunes los delitos cometidos por agentes del Estado, lo que contribuye a sensibilizar a la opinión pública y favorece el trabajo de la justicia. En esta dirección, y dependiendo de factores cambiantes, cuentan de manera decisiva las decisiones gubernamentales en tanto discursos que se transforman en narrativas nacionales con peculiar valor político, ético e histórico. (Dutrénit y Varela, 2006: 333)
Dependiendo de los avatares de cada caso nacional, sería necesario preguntarse, en el caso de las transiciones, por las características formales, es decir, constatables de modo fáctico como también por las de tipo tácito, esto es, adscritas a una esfera de representaciones que, sin tener una manifestación pública verificable, tienen influencia y determinación en las decisiones de actores individuales, colectivos e institucionales. En otras palabras, qué elementos hay dentro del ámbito de la llamada justicia transicional que efectivamente se convierten, no sin vaivenes e incluso retrocesos, en parte del sistema político y la cultura política de un país después de que este atraviesa y supera un periodo de convulsión política con costos humanos considerables, y cuáles se quedan en un catálogo de buenas intenciones e ideales que, sin carecer de viabilidad e incluso presentando verdadera necesidad o urgencia, no llegan a concretarse en los temas y las decisiones de las agendas públicas nacionales.
Los actores y los procesos políticos vinculados a una transición y, más aún, a un contexto de búsqueda de justicia después de graves violaciones a los derechos humanos se desarrollan de modos a veces inciertos o paradójicos. Más aún, en contextos y situaciones en que el statu quo es severamente cuestionado por las víctimas de la violencia suele darse un proceso de constricción de las condiciones que inicialmente favorecían colocar el abordaje y la sanción de la historia reciente traumática como una condición necesaria para fortalecer un sistema democrático incipiente o dañado precisamente por un periodo de violencia interna desbordada. Si bien la opinión pública puede manifestarse como favorable para encaminar un proceso de revisión y sanción del pasado reciente traumático, esto no tiene una consecuencia directa ni inmediata en la modificación de la cultura política que subyace a los actores directamente imputados por crímenes cometidos por elementos vinculados al Estado. En esa situación suele darse un proceso viciado que, aunque hace visibles ciertos procesos de reivindicación moral, no lleva finalmente al objetivo último y superior de la obtención de la verdad y la justicia.
En tal sentido, parecen darse en las sociedades latinoamericanas resultados ambivalentes y fluctuantes en torno a su historia reciente traumática. En algunos casos (por ejemplo, Argentina), las construcciones de la historia y la memoria de las víctimas de la dictadura militar han encontrado un correlato virtuoso en la obtención de justicia para estas y sus familiares; mientras que en otros (México, por ejemplo), el resultado ha sido por demás frustrante y desalentador: buscando en el ámbito del discurso verdad, justicia y reparación, pero en el terreno de la realidad política, tergiversación, impunidad y olvido.
La justicia transicional engloba una serie de principios y prácticas que deben ser entendidas como la confluencia de varias necesidades específicas en contextos de superación de la violencia política y eventual constitución de una convivencia social pacífica y un régimen político democrático. Para que un proceso de justicia transicional pueda emprenderse es necesario, en primer lugar, que se constituya la indispensable condición de cese de la violencia como terrible factor definitivo de la vida social y política de una comunidad concreta. En segundo término, debe existir en esa comunidad que recientemente padeció los estragos y consecuencias de la violencia un consenso mínimo en lo social y lo político para que se forje una volun-tad mayoritaria de emprender el abordaje y la sanción del pasado reciente marcado por abusos y crímenes. Estas dos condiciones, fácilmente enunciables pero conseguibles casi siempre en condiciones precarias, inciertas o simplemente insuficientes, representan el origen de los esfuerzos por conocer y sancionar la violencia del pasado reciente traumático y a sus responsables y, asimismo, evitar su recurrencia en el futuro.
Años, lustros o incluso décadas después, las sociedades se confrontan con su pasado traumático con la intención de conocer sus orígenes y consecuencias y entablar procesos de índole jurídica, política y moral que lleven al establecimiento y la sanción de responsabilidades. El fundamento yla práctica de la justicia transicional tuvieron durante los años ochenta y noventa del siglo pasado, en concreto en el contexto de las dictaduras militares y las confrontaciones Estado-guerrillas en América Latina y con el desmoronamiento de los regímenes de Europa del Este, un escenario social y político que exigía como una condición de acercamiento a la comunidad internacional que se establecieran condiciones y proyectos para aclarar y juzgar los crímenes y abusos del pasado, cuyas consecuencias llegaban al presente.
A partir de contextos y procesos específicos de transiciones de regímenes autoritarios y condiciones extendidas de violencia y violaciones de los derechos humanos pueden encaminarse, como parte de proyectos de justicia transicional, diferentes acciones concretas. Entre estas destacan, por ejemplo: las acciones de investigación y sanción de crímenes contra responsables directos; la voluntad política para llevar a cabo reformas legales que garanticen la no repetición de la violencia en el futuro; los programas de reparación material y moral a las víctimas de la violencia; el establecimiento de programas para identificar y erradicar la violencia contra grupos vulnerables, como mujeres, niños y ancianos.
Sin embargo, si bien todas estas iniciativas pueden tener una existencia y un desarrollo independiente, incluso con resultados visibles y encomiables, es en un proyecto y contexto mayor en el que pueden integrarse e incrementar sus posibilidades de acción. Este proyecto sería, sin duda, el de estar integradas en un proyecto de comisión de la verdad que conjunte todos los procesos vinculados con el abordaje y la sanción de la violencia política del pasado reciente y evite su repetición en el futuro, atacando las causas estructurales, históricas y coyunturales que hicieron posible su aparición y exacerbación. Para ser realmente efectiva, la justicia transicional debe considerar y hacer complementarias varias formas y procesos de investigación, judicialización y reparación.
En tal sentido, si los esfuerzos se centraran solo en el plano discursivo relacionado con la verdad y la justicia, serían percibidos como faltos de voluntad y valor para encaminar procesos jurídicos que establecieran responsabilidades y responsables de los crímenes; si todo el proyecto se concentrara en la dimensión punitiva, sería considerado como una venganza hacia individuos o grupos concretos; de modo paralelo, si no se ejerciera ninguna acción penal, se estaría gestando una situación de olvido e impunidad; si se encaminara solo a la reparación material, esto podría ser considerado como una estrategia para comprar y garantizar el silencio de las víctimas. De igual modo, es indispensable tener en cuenta que los principios que guían la justicia transicional, condensados en la fórmula verdad-justicia-reparación, aspiran a fortalecer la paz y la democracia como condiciones superiores para evitar el resurgimiento de la violencia en el futuro.
Por otro lado, desde hace algunas décadas se han establecido en el derecho internacional principios básicos que todo Estado debe cumplir en relación con las violaciones de los derechos humanos. Estas medidas se refieren, en primer lugar, a garantizar las condiciones que permitan la prevención de las violaciones a los derechos de los ciudadanos; investigar de forma oportuna y eficaz cuando los crímenes ocurran; sancionar debidamente a los responsables de la comisión de los delitos; y, finalmente, garantizar la adecuada reparación material y moral a las víctimas y sus familiares.
Al respecto, Hernando Valencia Villa (2007), exprocurador de Derechos Humanos en Colombia y ex secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, señala:
… el desafío fundamental al que se enfrenta la justicia transicional consiste en encontrar un equilibrio razonable entre las exigencias contrapuestas de la justicia y de la paz, entre el deber de castigar el crimen impune y honrar a sus víctimas y el deber de reconciliar a los antiguos adversarios políticos. Uno de los criterios básicos para alcanzar ese equilibrio entre paz y justicia, entre orden y derechos humanos […] es el llamado “juicio de proporcionalidad”, según el cual la restricción de un derecho fundamental (como el derecho de las víctimas a la justicia) sólo es legítima si constituye el medio necesario y suficiente para conseguir un propósito democrático prioritario (como la reconciliación o la paz), siempre que no estén disponibles otros medios menos lesivos de los derechos humanos y que el resultado final del proceso justifique con creces la restricción del derecho. (p. 2)
Esta condición, que en apariencia —desde una situación de legalidad y legitimidad— pretende aclarar los crímenes y las turbulencias del pasado, encierra enormes dilemas y peligros tanto en los ámbitos del derecho como en el ejercicio de la política y en la sanción moral de la historia reciente traumática. En el contexto de las transiciones de un régimen autoritario a uno de tipo democrático o de una situación de guerra o conflicto interno a una de cese de la violencia, los equilibrios no están dados de antemano entre el conocimiento del pasado reciente marcado por la violencia y el trauma y las exigencias y anhelos por encontrar las condiciones tanto para la verdad, la justicia y la reparación como para la paz y la democracia.
En tal sentido, el derecho de conocer la verdad, de exigir castigo para los criminales y de honrar la memoria de las víctimas puede chocar con consideraciones, situaciones, momentos y procesos, tanto sociales como políticos, en los que ciertos actores (con especial énfasis en los vinculados directamente al Estado) suelen estimar como riesgoso el pleno reconocimiento y ejercicio de tales derechos, aun cuando discursivamente exista una voluntad aparente de llegar a tal condición como parte de un proyecto de esclarecimiento y sanción de la violencia política que llevaría, posteriormente, a la consecución de justicia, paz y reconciliación nacional, las cuales, a su vez, serían el fundamento de nuevas normas de convivencia social y política y del respeto a los derechos humanos individuales y colectivos.
En la intrincada dinámica de la tensa relación entre paz y justica, entre verdad y reparación, entre memoria y derecho, podemos advertir los enormes y complejos dilemas inherentes a la justicia transicional. Al respecto, puede servir como referente lo enunciado por los juristas colombianos Rodrigo Uprimny y María Paula Saffon:
… la justicia transicional [no aspira a lograr] que el derecho conquiste o impere por completo sobre la política de la transición, pues se trata de un tipo especial de justicia determinado y limitado por las dinámicas políticas de los tiempos de transición. En ese sentido, aunque la definición de justicia transicional dista mucha de ser aceptada unánimemente y es en cambio objeto de debates intensos, la idea de que la justicia transicional consiste en una serie de mecanismos o procesos dirigidos a lograr un equilibrio entre el imperativo jurídico de justicia para las víctimas y la necesidad política de paz es ampliamente aceptada. (Uprimny y Saffon, 2007: 165) [Las cursivas son mías]
III. La Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú
A. Los inicios
La Comisión de Verdad fue creada a mediados del año 2001 por el entonces presidente interino Valentín Paniagua, por medio del decreto supremo número 065-2001-PCM, del 4 de julio de 2001, el cual fue enmendado por el decreto supremo 101-2001-PCM, emitido por Alejandro Toledo el 4 de septiembre del mismo año. El objetivo central de la comisión era investigar y esclarecer los hechos de extrema violencia ocurridos entre mayo de 1980 y noviembre de 2000, que fueron parte de la lucha desatada entre las organizaciones guerrilleras Sendero Luminoso y Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y el Estado peruano, así como deslindar responsabilidades en las violaciones a derechos humanos cometidas tanto por agentes del Estado como por los grupos subversivos. De tal modo, las denominaciones originales —Comisión de Verdad— y final —Comisión de la Verdad y Reconciliación— marcaban las intenciones y objetivos que tuvieron el proyecto primordial y el que fue posteriormente asumido y oficializado por el Gobierno peruano.
La comisión dispuso de dos años para efectuar sus trabajos, incluidos un periodo preparatorio y dos prórrogas concedidas por el Gobierno peruano para, finalmente, entregar su informe final el 28 de agosto de 2003. Las divisas de trabajo de la comisión, estipuladas formalmente en su creación y en los documentos legales respectivos, la obligaban primordialmente a “determinar las condiciones que dieron pie a la violencia, contribuir a las investigaciones judiciales, plantear propuestas de reparaciones y recomendar reformas” (Hayner, 2008: 338-339).
B. Los trabajos
La Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú recogió cerca de 17 000 testimonios sobre el conflicto interno, además de efectuar una veintena de audiencias públicas en diferentes zonas del país, a las que asistieron aproximadamente 10 000 personas. La comisión peruana fue la primeraen América Latina que efectuó audiencias públicas, las cuales tuvieron un gran efecto mediático y emotivo en la sociedad peruana, particularmente en la capital —Lima— y en general entre los sectores sociales que no habían estado involucrados o enterados de modo directo en los años del conflicto interno. Otro aspecto sumamente llamativo de las audiencias públicas, además de su amplia convocatoria y efectos emocionales, fue el hecho de que en estas llegaron a comparecer altos funcionarios de los gobiernos implicados en los años de la guerra, así como militantes encarcelados de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, quienes lo hicieron por medio de testimonios videograbados. De los casi 17 000 testimonios, 1 100 correspondieron a personas encarceladas. En su mejor momento de trabajo, la comisión peruana llegó a disponer de un presupuesto de 13 millones de dólares, 500 empleados y 13 oficinas regionales. Además, estableció lazos de colaboración con la Cruz Roja y varias organizaciones de defensa de los derechos humanos con el objetivo de localizar a personas desaparecidas durante el conflicto.
A contracorriente del enorme y relevante trabajo realizado, la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú fue objeto, permanentemente, de reticencias, críticas y detracciones en varios sectores de la sociedad peruana, adherentes o vinculados directamente con el régimen fujimorista y, en particular, con las Fuerzas Armadas que le imputaban la defensa de supuestos terroristas y que llegaron incluso a las amenazas. Los ataques a los que era sometido el gobierno del presidente Toledo inevitablemente afectaron los trabajos de la comisión, que enfrentó sus últimos meses de mandato con personal mínimo encargado solo de preparar las diferentes versiones —extendida, abreviada y bilingüe— del informe final. A pesar de que muchos observadores, a partir de las evidencias del trabajo realizado, auguraban una buena recepción para el informe, esta resultó ser objeto de enorme polémica.
C. El informe
El informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú fue entregado en ceremonia oficial en el Palacio de Gobierno al presidente Alejandro Toledo y dado a conocer públicamente el 28 de agosto de 2003. El informe abarca nueve tomos, los cuales se dividen en tres partes fundamentales: la primera, relacionada con las causas, desarrollo y consecuencias del conflicto interno; la segunda, centrada en los factores que hicieron posible la magnitud y amplitud de la violencia de la confrontación; y la tercera, enfocada en las secuelas de la guerra y en proponer medidas de reparación a las víctimas y evitar el resurgimiento de la violencia en el futuro.
El informe entregado fue enfático en un terrible aspecto del conflicto: este había sido mucho más devastador en costos humanos de lo que se había creído anteriormente. La comisión calculó en casi 70 000 (69 280 para ser exactos) las víctimas mortales como consecuencia del enfrentamiento armado. El informe, asimismo, atribuyó poco más de la mitad de esos fallecimientos —54%— a Sendero Luminoso, cerca del 2% al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y el resto —37%— a las fuerzas del Estado, en las que fueron consideradas el Ejército, la Marina, la Policía Nacional y las organizaciones paramilitares —comités de autodefensa y grupos de ronderos— armadas y sostenidas por los gobiernos peruanos de Belaúnde, García y Fujimori.
Entre las principales conclusiones del informe, se da cuenta de que el conflicto afectó principalmente a comunidades campesinas de los departamentos más empobrecidos del país, el llamado trapecio andino, comprendido por Ayacucho, Huancavelica y Apurímac; donde se ejercieron diferentes formas de violencia de manera deliberada y sistemática, como asesinatos, amedrentamientos, secuestros, desapariciones, torturas, ajusticiamientos, golpizas y violaciones sexuales, tanto por parte de los grupos guerrilleros como por parte de los contingentes que integraron el aparato contrainsurgente del Estado peruano; que el conflicto tuvo picos de violencia entre los años 1983 y 1985 y entre 1988 y 1992; que las condiciones de pobreza extrema, aislamiento geográfico e indefensión jurídica hicieron mucho más vulnerables a unos grupos que a otros, en particular a los campesinos quechuahablantes de las zonas rurales remotas del país; que las universidades públicas fueron centros a los que se extendió la lucha entre los grupos enfrentados, siendo reivindicadas como bastiones de adoctrinamiento y resistencia por los movimientos guerrilleros y como punta de lanza del combate a estos por parte del Ejército y los servicios de espionaje; que el conflicto generó un despoblamiento de las zonas más afectadas por la violencia, con la consecuente migración forzada a las ciudades de decenas de miles de peruanos que enfrentaron discriminación racial, estigmatización social y condiciones de vida por demás precarias.
En suma, se concluye que los 20 años de guerra interna representaron una enorme catástrofe humana que dejó al Perú al borde del colapso social. Las conclusiones del informe, además, fueron enfáticas en otros aspectos que complementaban datos aportados por el trabajo de la comisión: 75% de las víctimas hablaba quechua como lengua materna y 40% de las víctimas estaba concentrada en la región de Ayacucho. Es decir, que el conflicto tuvo un marcado carácter étnico y geográfico que reproducía la discriminación racial y social del Perú. Dado que la mayoría de las organizaciones defensoras de los derechos humanos se había concentrado en investigar los abusos de los agentes estatales, la revelación de que la mayor parte de los crímenes y atrocidades habían sido cometidos por los grupos subversivos, mayoritariamente por Sendero Luminoso, fue una insospechada conclusión que sorprendió profundamente a la opinión pública peruana. La comisión, asimismo, documentó la existencia de 4 600 cementerios clandestinos en todo el país.
Una vez que la comisión entregó el informe al presidente, se efectuó una ceremonia para su presentación pública en Ayacucho, la zona más afectada por la violencia. Asimismo, la comisión entregó un informe confidencial en el que recomendó que se iniciaran acciones penales en 43 casos concretos en los que se señalaba a 60 personas, y que, de no haber acciones efectivas por parte del Poder Judicial, se difundieran públicamente los nombres de los responsables de los abusos (Hayner, 2008: 341).
De igual modo, la comisión hizo una amplia propuesta de reparaciones para las víctimas del conflicto, entre las que estaban el establecimiento de programas de salud física y mental, restitución de derechos ciudadanos, beneficios educativos, compensaciones económicas, reconstrucción de las comunidades afectadas, medidas de reparación simbólica y establecimiento de monumentos conmemorativas, entre otras acciones y políticas específicas.
IV. La Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado de México (femospp)
A. Los inicios
Es importante tener en cuenta que la femospp no se constituyó ni actuó, en estricto sentido, como una comisión de la verdad. En un principio, el objetivo era crear una comisión independiente, e incluso a mediados de 2001 Santiago Creel, entonces secretario de Gobernación, hizo eco de las declaraciones del secretario de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, en el sentido de que México debía emprender el camino de la constitución de una comisión de la verdad. Pero finalmente la decisión, de una intención política que pretendía demostrar el compromiso del gobierno foxista con la causa de la impartición de justicia respecto del pasado y no solo de búsqueda de la verdad y esclarecimiento históricos, orientó a crear una fiscalía especial. Incluso, el propio presidente Fox llegó a desechar el proyecto de creación de una comisión de la verdad, que era apoyado por víctimas y familiares de desaparecidos de la Guerra Sucia y por organizaciones de derechos humanos, con el argumento de que existía un impedimento constitucional para ello, toda vez que la investigación de delitos corresponde exclusivamente al Ministerio Público.
Para la creación formal de la femospp se esgrimió un doble argumento: integrarla en un orden institucional ya establecido, haciéndola parte de la estructura de la Procuraduría General de la República y, en función de lo anterior, dotarla de fuerza para actuar en el ámbito jurídico. Paradójicamente, esta condición —es decir, depender de una instancia judicial, que en apariencia le daría sustento, validez y fortaleza a su actuación legal— fue uno de los factores que gestó su posterior fracaso, toda vez que la fiscalía fue percibida como una instancia anómala e incómoda dentro del andamiaje de la procuraduría. Otra debilidad del proyecto de la fiscalía, que dio pie a reclamos por parte de sus detractores, fue el hecho de que esta se dedicaría a investigar los delitos cometidos solo por los funcionarios públicos y omitiría los hechos violentos en los que estuvieron involucrados los militantes de los movimientos guerrilleros.
Los críticos de la femospp esgrimieron que, si las premisas de acción eran tales, los trabajos y resultados de esta iban a estar orientados a una revancha política, una venganza disfrazada de justicia que provocaría un ambiente político exasperado y de inagotables recriminaciones y acusaciones que antes habían sido soslayadas o contenidas en la supuesta pax priísta y, asimismo, que el contexto de las investigaciones podría dar lugar a renovadas fricciones y posibles enfrentamientos que afectarían la supuesta estabilidad del nuevo régimen, electo a mediados de 2000 y que ascendería al poder a fines del mismo año. Algunos críticos del proyecto llegaron a proponer que había que optar por una especie de irónico olvido histórico terapéutico para evitar el resurgimiento de conflictos.
B. Los trabajos
La fiscalía especial llevó a cabo durante cuatro años —entre 2001 y 2005— una extensa labor de investigación y documentación de los movimientos armados que tuvieron confrontación con el Estado mexicano, de forma puntual, aunque no exclusiva, entre fines de los años sesenta y mediados de los años ochenta, es decir, el periodo que es reconocido como el de mayor violencia en el contexto de la Guerra Sucia. La pretensión de la fiscalía era, por un lado, efectuar un proceso de acopio de pruebas históricas y jurídicas que permitiera la reconstrucción de los hechos y, por otro, en los casos en que hubiera lugar, ejercer acción jurídica contra los responsables por la comisión de delitos específicos.
En tal sentido, el objetivo superior al que aspiraba la femospp era hacer coincidir la verdad histórica, debidamente documentada y reconstruida, con la verdad jurídica, que sería buscada afanosamente para llegar, al final, a la obtención de lo que podría definirse como virtuosa justicia transicional. La fiscalía dividió sus investigaciones en dos grandes campos claramente diferenciados, aunque también históricamente relacionados y jurídicamente vinculados: las masacres de estudiantes del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971, por un lado, y los hechos relacionados con la Guerra Sucia en todo el país, particularmente durante los años setenta, por otro. Para tal efecto, contó con una estructura que, teniendo como eje las acciones del Ministerio Público, se bifurcaba en dos áreas troncales de investigaciones judiciales —una dedicada a los sucesos de 1968 y 1971, y otra, a la Guerra Sucia en el país— y, además, contaba con un área dedicada a la investigación histórica relacionada con los acontecimientos y procesos que pretendía documentar y esclarecer.
La femospp fue encomendada al abogado Ignacio Carrillo Prieto, que entre otros cargos había ocupado el de abogado general de la Universidad Nacional Autónoma de México y el de director del Instituto Nacional de Ciencias Penales. Su designación fue criticada por diversos colectivos de defensa de las víctimas de la Guerra Sucia, que lo señalaban como un funcionario vinculado con miembros cupulares del priísmo, particularmente con Jorge Carpizo y Sergio García Ramírez; sin embargo, un dato especial en su biografía llamaba la atención: era primo de Dení Prieto Stock, una militante de las Fuerzas de Liberación Nacional que fue desaparecida en 1974.
En sus años más intensos de trabajo, entre 2002 y 2004, la femospp logró integrar los expedientes de casi 400 casos, que se concentraban mayoritariamente en desapariciones forzadas y en los trágicos sucesos de 1968 y 1971. Sin embargo, después de algunos eventos de gran repercusión mediática, pero nulos resultados a largo plazo —en particular que el expresidente Luis Echeverría, responsable intelectual directo de las matanzas del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971, fuera citado a declarar y encausado penalmente, así como la aprehensión de diversos exfuncionarios vinculados con persecuciones a movimientos sociales y políticos de las décadas de los setenta y ochenta—, la fiscalía entró en un periodo de inercias institucionales sumamente negativas que, aparentemente, le estaban restando capacidad jurídica para documentar y, sobre todo, para ejercer acción penal en contra de los responsables de los delitos de lesa humanidad que investigaba y buscaba esclarecer y sancionar.
Así, a una intempestiva e injustificada reducción de personal y a los rumores sobre las fricciones entre el fiscal y sus colaboradores, se sumaron el cuestionamiento por sus escasos resultados y lo elevado de su presupuesto y, sobre todo, las fundadas críticas por la inviabilidad jurídica de varias de sus estrategias —como la de plantear el delito de genocidio para sustentar las acusaciones relacionadas con los sucesos del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971—, que fueron rechazadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. A esto se suma, además, su incapacidad para remontar la cuesta de un sistema judicial que había justificado y protegido en su momento la persecución, represión y exterminio de los grupos guerrilleros y, décadas después, seguía prohijando la impunidad de los autores materiales e intelectuales del espionaje, las persecuciones, las torturas, las desapariciones, las ejecuciones extrajudiciales y las masacres que constituyeron los ejes de la política antisubversiva del Estado mexicano durante buena parte de las décadas finales del siglo xx.
C. El informe
En febrero de 2006 se dio a conocer de forma extraoficial una versión preliminar del informe de la femospp con el título ¡Que no vuelva a suceder! Este documento circuló en Internet y los medios de comunicación nacionales y tuvo una recepción moderadamente alentadora en la opinión pública, pero no así en organizaciones de derechos humanos y víctimas de la represión, que veían solo retórica y nulos resultados. Un par de meses después, a mediados de abril del mismo año, el fiscal Carrillo Prieto hizo entrega de su cargo y del informe final de labores, pero no fue sino hasta noviembre de 2006, ya en los días finales del periodo presidencial de Vicente Fox, cuando, notablemente modificado en relación con su antecedente —principalmente en el establecimiento de responsabilidades militares en delitos de lesa humanidad—, el Informe histórico presentado a la sociedad mexicana, responsabilidad y obligación de la femospp, fue presentado públicamente. En este documento, la conclusión principal de la fiscalía se orientaba al hecho de que esta había investigado y documentado un total de 1 650 casos que, en su propia argumentación, dejaban claro que el Estado mexicano había ejercido una política de combate a los opositores, y en particular a los grupos guerrilleros, que podía ser calificada como de indiscutible lesa humanidad, en la que el Ejército en particular, pero también los grupos paramilitares creados ex profeso, habían actuado como una verdadera maquinaria persecutoria y aniquiladora de disidentes.
Solo unos pocos días el informe en cuestión fue un documento de acceso público en la red. A lo anterior habría que añadir que, días después de que el documento final fuera presentado, un grupo de investigadores manifestó su descontento con el hecho de que la investigación y el texto que habían elaborado habían sido censurados y tergiversados por el fiscal especial, en particular en lo relacionado con soslayar o minimizar la responsabilidad del Ejército, en particular, y del Estado mexicano, en general, con respecto al pasado reciente traumático que se había abocado la fiscalía a investigar y sancionar. Además, posteriormente, el fiscal Carrillo Prieto fue acusado públicamente por varios de sus excolaboradores de abusos diversos en el cargo, entre los cuales estaban haber presionado a su equipo de trabajo para cumplir “una cuota” de militares consignados, incluso por medio de la manipulación dolosa de documentos y testimonios; casos de hostigamiento laboral y maltratos verbales; asignación indebida de cargos a familiares directos y amigos; dispendios de toda índole, que iban del pago a cargo del erario de abultadas cuentas en restaurantes a vacaciones pagadas para él ysus guardaespaldas; así como despidos injustificados, adeudo de sueldos y persecución moral a los funcionarios que no acataran sus órdenes.
D. La extinción
El 1 de diciembre de 2006 quedó formalmente extinguida la fiscalía, en medio de amplias críticas por su carencia total de resultados y acusaciones de ineficiencia y corrupción en contra de su responsable superior. Los documentos que nutrieron el informe de la fiscalía fueron resguardados en la entonces Procuraduría General de la República (pgr). De manera sintomática y reveladora, si se compara con otros casos en América Latina que cuentan con informes extensos y abreviados publicados en papel y recursos disponibles en Internet, además de que tienen a disposición de todo interesado los expedientes de investigación, el informe de la femospp actualmente solo puede ser consultado por medio de la página web de la Universidad George Washington, ya que forma parte de un proyecto (National Security Archive: https://nsarchive.gwu.edu/) de este centro de estudios relacionado con la documentación de eventos y procesos de violencia política en América Latina durante las décadas de la Guerra Fría y el estudio de cómo en estos influyeron de modo frontal o encubierto las directrices de la política norteamericana de seguridad hemisférica de la época.
Si las palabras iniciales de su fiscal, Ignacio Carrillo Prieto, al tomar posesión del cargo, apuntaban a que la femospp representaba la vía y la solución de México para lograr la verdad, la justicia y la reparación anheladas, la realidad que se puso en evidencia años después más bien hablaría de las lamentables antinomias de tan altos conceptos: tergiversación, olvido e impunidad. En ese sentido, comparando el caso mexicano, que pretendía y debía llegar a la obtención de justicia, con los casos muy cercanos —tanto temporalmente como en el horizonte geopolítico— de las comisiones latinoamericanas, limitadas a la investigación y reconstrucción de la historia traumática y que solo de modo mediado, aunque enfático, promovieron la impartición de justicia, no pueden ser ocultadas la decepción y el desaliento en amplios colectivos y en las víctimas y los deudos de la Guerra Sucia en México:
El hecho de que una fiscalía como la de México sí tuviera atribuciones judiciales y sólo hubiera consignado a cuatro personas, y no precisamente a las de más alto rango jerárquico político y policiaco, ha hecho más frustrantes sus resultados. Esto hace pensar que nunca hubo voluntad política para resolver los casos y que todo fue un circo para distraer la atención pública. Otros refuerzan su idea de que era mejor haber constituido una comisión de la verdad, que enjuiciara moralmente a los responsables de los hechos, independientemente de que después se procediera de manera judicial contra ellos. Lo más polémico en la actuación del fiscal Carrillo Prieto fue la técnica jurídica sobre la que construyó las averiguaciones previas y su insistencia por consignar a Luis Echeverría y sus funcionarios por el ambiguo delito de genocidio, que fue fácilmente desechado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En términos absolutos, el fracaso de la fiscalía equivalió al triunfo de la impunidad. (Castellanos, 2007: 323)
V. Historia, trauma, memoria y justicia: algunas conclusiones
¿Qué historia, qué memoria y qué identidad nacionales se pueden construir a partir del reconocimiento de que las tres provienen de una situación de violencia desbordada? Quizá tendríamos que comenzar por aceptar, en primer lugar, que sería necesario hablar en plural de las tres instancias y, en segundo lugar, que la relación entre ellas no puede sino ser, por lo menos inicialmente, de una abierta y acerba confrontación, sobre todo en el contexto de una historia, una memoria y una identidad que pretenden, o pretendieron, imponerse a las otras por medio de la violencia material y simbólica: la negación de unos a la existencia y manifestación de las otras historias, memorias e identidades. Las representaciones, las prácticas y los discursos nunca se dan en un vacío contextual, sino que están en consonancia con determinadas condiciones de enunciación y proyección. En años recientes, en América Latina, esas condiciones han sido cuestionadas y, en algunos casos, revertidas con la irrupción de actores con historias, memorias e identidades que no se reconocían en las historias oficiales y para los que los espacios de poder y representación estaban vedados: testimonios antes silenciados, historias de vida ocultadas y memorias en otro tiempo soslayadas o abiertamente combatidas con la persecución, el desprecio o el olvido comenzaron a emerger como contrapuntos combativos de rígidas historias pretendidamente incuestionables.
La condición traumática de buena parte de la historia reciente de América Latina difícilmente puede reducirse a un conjunto de datos y reflexiones aislados: la violencia ha sido un elemento transversal de la historia, la política, las concepciones de nación y los vínculos sociales. Sin duda, esa misma condición traumática de la historia debe ser un motor, tanto intelectual como ético para emprender su abordaje. Esta historia tiene una fuerza que continuamente nos interpela y nos conmueve, nos vuelve sujetos implicados con los objetos, temas y procesos a los que nos acercamos por mera curiosidad, por inconformidad o por obligación. Si bien nadie debe confundir las posibilidades y exigencias de la disciplina historiográfica, tampoco debe renunciar, justamente, a la implicación emocional; pero nunca se debe carecer de asideros conceptuales, metodológicos y axiológicos. En tal sentido, el acercamiento a la historia traumática reciente no puede ser un vano ejercicio sentimental, por bienintencionado que sea, sino una búsqueda continua de los medios por los que la historia, la memoria, la verdad y la justicia puedan encontrarse, aun a sabiendas de su condición diferenciada e incluso fragmentada, en una línea de sentido reflexivo, argumental y moral.
Los pasados recientes traumáticos de América Latina, en su conjunto, nos dan cuenta de la enorme dificultad que este conlleva en el presente para ser aclarado, juzgado y, eventualmente, asimilado. Se trata de pasados que no pueden ser tramitados solo desde la historia, sino que exigen su dimensionamiento en los ámbitos de la convivencia y la voluntad políticas, del replanteamiento de las relaciones sociales, de la reflexión en torno a la violencia como paradójico factor estructurador del pasado y, eventualmente, del futuro. En última instancia, acaso estudiar el pasado violento desde un presente igualmente violento pudiera ser la única manera de evitar que estos se repitan en el futuro.
VI. Fuentes de consulta
Aguayo Quezada, S. y Treviño Rangel, J. (Octubre-diciembre, 2007). “Fox y el pasado. Anatomía de una capitulación”. Foro Internacional, XLVII (4), México: El Colegio de México, 709-739.
Castellanos, L. (2007). México armado, 1943-1981. México: Era.
Dutrénit, S. y G. Varela-Petito, G. (2006). “Esclarecimiento del pasado e intervención de la justicia. Conflicto y cambio en las historias oficiales”. En Caetano, G. (comp.), Sujetos sociales y nuevas formas de protesta en la historia reciente de América Latina. Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, 331-357.
Figueroa Ibarra, C. y Íñigo Carrera N. (2010). “Reflexiones para una definición de historia reciente”. En López, M., Figueroa Ibarra C. y Rajland B. (eds.), Temas y procesos de la historia reciente de América Latina. Santiago de Chile: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales/Universidad Arcis, 13-33.
Franco, M. y Levín F. (2007). La historia reciente: perspectivas y desafíos para un campo en construcción. Buenos Aires: Paidós.
Hatun Willakuy. Versión abreviada del informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú (2004). Lima: Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú. [Puede consultarse íntegramente en: https://idehpucp.pucp.edu.pe/wp-content/uploads/2012/11/hatun-willakuy-cvr-espanol.pdf. Recuperado el 22 de julio de 2021].
Hayner, P. (2008). Verdades innombrables. El reto de las comisiones de la verdad (Jesús Cuéllar, trad.). México: Fondo de Cultura Económica.
Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú (versión completa, 2003). [Puede consultarse íntegramente en: http://cverdad.org.pe. Recuperado el 30 de mayo de 2021].
Informe de la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado de México (Informe histórico a la sociedad mexicana) [2006]. [Puede consultarse íntegramente en: http://www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB209/. Recuperado el 14 de junio de 2021].
Informe preliminar y extraoficial de la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado de México (¡Que no vuelva a suceder!) [2006]. [Puede consultarse íntegramente en: http://www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB180/index.htm. Recuperado el 14 de junio de 2021].
Uprimny, R. y Saffon, M. P. (2008). “Usos y abusos de la justicia transicional en Colombia”. Anuario de Derechos Humanos, (4), 165-195. doi:10.5354/0718-2279.2011.13511 [Consultado en: R21370.pdf (corteidh.or.cr). Recuperado el 14 de julio de 2021].
Valencia Villa, H. (2007). “Introducción a la justicia transicional” [Conferencia magistral impartida en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara el 26 de octubre de 2007]. [Consultado en: Introducción a la justicia transicional | HHRI. Recuperado el 14 de julio de 2021].